La Boqueria se ha mantenido fuerte a través de la guerra civil y las divisiones políticas, la tiranía y el terrorismo, las crisis económicas y los desastres naturales, pero en los últimos años ha encontrado un nuevo desafío implacable: el turismo de masas.

María Teresa de Pablo ha estado comprando su comida en la Boqueria durante 68 años, desde los días que venía aquí con sus padres y aprendió los detalles del mercado- su lengua, la etiqueta, las paradas que se ganaron la lealtad de la familia. Ella vive en la Calle Petritxol, en el corazón del Gótico, a pocas manzanas de La Rambla. Le gusta empezar sus compras temprano. A las 8.15 de la mañana, sale de su casa y se adentra en la estrecha calle, a la que los de aquí llaman la Calle del Chocolate por el gran número de bares de churros con chocolate que hay en apenas 200 metros de calle. Empuja su carrito verde de la compra aún vacío a través de la pequeña calle de piedra, todavía con signos de rebeldía de la noche anterior, gira a la izquierda hacia Portaferrissa, cruza los azulejos lisos de La Rambla, pasa por las icónicas paradas de flores aún despertándose, y accede por la entrada lateral del mercado más grande y famoso de Barcelona.

María ha mantenido esta rutina durante casi siete décadas; de los años de la dictadura Franquista, pasando por la metamorfosis de la ciudad en los noventa (olimpiada) hasta la Barcelona preferida por los turistas. A través de todos los años de cambios, Maria ha continuado con sus compras en el mercado-adquiriendo su jamón y embutidos en la Cansaladeria Ayala, su ternera y cordero lechal en Carnes Serrano, sus cebollas de Figueres, puerros y guisantes de los granjeros instalados en la zona oeste del mercado. En cada parada habla del tiempo, de la independencia Catalana, de los cambios en Barcelona con familias que conoce desde generaciones. “Solía comprar a sus abuelos, luego a sus padres, y ahora a ellos. Siempre las mismas paradas, siempre la misma rutina”.

Pero en los últimos años ha sido difícil para María  mantener esta rutina no tanto por su edad, a los 82 años sigue llena de vida; como por los cambios en el mercado.

“Las multitudes de gente entrando en el mercado hacen difícil el andar. He tenido que cambiar mi ruta de mercado para hacer mis compras en el mercado”.

Ella no piensa rendirse, ha estado toda su vida haciendo esto y no  parará ahora, pero no ve un futuro muy prometedor para el mercado que ha servido a su familia durante generaciones. “Ya no es el mismo mercado. Mira a tu alrededor, los sitios antiguos han empezado a cerrar”.

La Boqueria se ha mantenido firme a través de una guerra civil y de divisiones políticas, tiranía y terrorismo, crisis económicas y desastres naturales, pero en los últimos años, ha encontrado un nuevo desafío implacable, uno que amenaza con quebrantar la esencia de uno de los mejores mercados del mundo: el turismo masivo.

La entrada de la Boqueria. Su nombre deriva de la palabra catalana boc (cabra), la proteína elegida por los sabios compradores medievales.

La Boqueria se ha mantenido firme a través de una guerra civil y de divisiones políticas, tiranía y terrorismo, crisis económicas y desastres naturales, pero en los últimos años, ha encontrado un nuevo desafío implacable, uno que amenaza con quebrantar la esencia de uno de los mejores mercados del mundo: el turismo masivo.

El Mercado de Sant Josep de la Boqueria ha vivido varias vidas. A principios del siglo XIII los vendedores levantaban sus paradas al aire libre cerca del Mediterráneo, justo fuera de la muralla de piedra que rodea la parte vieja de la ciudad. La Boqueria estaba situada estratégicamente al paso del río Llobregat en una ruta comercial morisca, un sitio perfecto para los vendedores  ambulantes del día. Por aquel entonces el mercado era sobre todo de carne; su nombre mismo deriva de la palabra Catalana boc (cabra), la proteína elegida por los  entendidos compradores medievales.

La versión Beta de la Boqueria permaneció durante siglos con una selección de campesinos, pescadores y carniceros  rotando en los puestos y vendiendo cualquier cosa que tuvieran a mano hasta principios del siglo XIX, cuando el mercado principal de Barcelona se trasladó unos cuantos cientos de metros arriba de la Rambla. La parte central de La Rambla de por aquel entonces era una concentración de conventos, monasterios y otros edificios religiosos. Al principio los vendedores montaban sus paradas en cualquier sitio libre que podían encontrar. En 1836 durante los motines anticlericales que se produjeron tras la Guerra Carlina, el Convento de San José fue quemado y demolido, dejando el espacio donde actualmente se encuentra la Boqueria.

Los primeros vendedores se concentraron espontáneamente y vendían su producto encima de mantas a ras de suelo, o directamente en carritos de madera que usaban para transportar sus productos y más tarde lo exponían  en mesas que se montaban cada mañana y se desmontaban por la tarde para dejar el área libre para pasear. Hacia el final del siglo XIX empezó a configurarse el mapa actual del mercado con más de 300 paradas en total, organizados por los tipos de  productos que venden: carne fresca y curada; pescado fresco y salado; y frutas y vegetales frescos. La luz de gas llegó en 1871, un día antes de Navidad.

El organizado mercado dio una gran impresión a los visitantes: “Es un sitio increíble, con un montón de vendedores y compradores, con la apariencia de una gran ciudad”, escribió el profesor alemán Hermann Alexander Pagenstecher en su diario. “Centenares de distintas paradas pueden encontrarse en él, ordenadas según la variedad de bienes, lo que ofrece una exposición multicolor para todos los gustos y bolsillos”. Con los ojos bien abiertos y lleno de entusiasmo por esta extraordinaria confluencia de proveedores de comida, el profesor “compró una extraordinaria anchoa para estudiarla”.

La turbulencia política y el letargo buracràtico ralentizaron el desarrollo del mercado hasta  alcanzar la forma actual. En 1913, después de décadas de exiguas medidas, los oficiales de la ciudad completaron la construcción del techo de hierro encima de la plaza, estableciendo el perímetro de la Boqueria que aún se mantiene hoy. La famosa entrada arqueada con paneles de vidrios de colores, creada por el arquitecto modernista Antoni de Falguera, llegó poco después.

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La Boqueria tiene todos los ingredientes de un mercado de clase mundial: el tamaño, casi 3000 metros cuadrados de espacio en el suelo donde más de 250 vendedores venden sus bienes; la variedad, una mezcla de productos locales y exóticos ofrecidos por una red de granjeros locales y comerciantes de mentes abiertas que surten a los cocineros de la ciudad de exquisitos sabores del mundo; y la especialización, donde estirpes familiares de vendedores han formado un legado de conocimiento colectivo transmitido por tres o cuatro generaciones, expertos en la disciplina micro-culinaria: mariscos de las costas de Galicia, setas salvajes de los bosques catalanes, carniceros de vísceras y casquería.

Frutos secos, chocolate, chili, ajo: La Boqueria tiene una superficie de 2,500 metros cuadrados con mas de 250 vendedores.

Este es el mercado que ha alimentado  Barcelona durante 800 años, mientras Colón  navegaba por el océano azul, durante la época de la Inquisición, en la cruenta Guerra Civil española,así como en  las grises décadas de dictadura franquista . Este es el mercado que ayudó a moldear la cocina catalana hasta convertirla en  una de las más deliciosas y refinadas cocinas de Europa. Y este es el mercado que ayudó a estimular la revolución de la cocina de vanguardia de los 90s, la época que hizo de España el mejor sitio para comer en el mundo, un movimiento sobre todo definido por técnicas vanguardistas pero siempre conducidas por un una dedicación rigurosa al producto y la estacionalidad.

He vivido muchas vidas por mi cuenta en los suelos santificados de este mercado. Primero me topé por casualidad en 1999 en un viaje a España con mis compañeros de la clase de Español del instituto. Con los ojos bien abiertos y sedientos en nuestra primera tarde en España, un grupo de amigos y yo organizamos una búsqueda intensa a través de la parte vieja de la ciudad, desesperados por encontrar una botella de absenta después de leer un artículo acerca de sus propiedades mágicas durante el vuelo de venida. El hada verde y su carga explosiva de ajenjo para alterar la mente nos eludió en las primera horas, hasta que llegamos bajando por La Rambla y a través de la puerta principal descubrimos la Boquería. Nunca había estado en un mercado real antes, casi ni sabía que existían, las vistas y los olores de un emporio de comida eran como una droga para mi inocencia de Americano sensible: patas de jamón colgando; montones de peces enteros, con sus suaves y plateadas barrigas asentadas en camas de hielo; pilas de vegetales aún sucios de los campos catalanes. Sin envoltorios de plástico, sin luces fluorescentes en salas con aire acondicionado; comida al aire libre, lista para cojer, lista para tocar y probar y hablar de ella.

El hecho que acabamos encontrando la botella de absenta en una tienda de vinos en una esquina del mercado es solo un insignificante detalle en mi cerebro.

El producto y la proteína son tan vívidas y fascinantes que se infieren dentro de tus planes de comida.

Tres años después, estos recuerdos tempranos me condujeron de vuelta a Barcelona para estudiar. Pedí que me pusieran con una familia que me permitiera cocinar mi propia comida, y por las tardes, después de clase en la Universidad de Barcelona, iba con mi skate a través del Raval por un lateral del mercado, donde llenaba mi mochila con todos los productos que me permitía mi bolsillo. La Boqueria se convirtió en mi verdadera clase, un lugar donde practicar mi Español, absorber unos cuantos coloquialismos Castellanos y Catalanes, cultivar nuevas amistades inesperadas. Para un viajero joven en un mundo nuevo, pocos sentimientos se pueden comparar a ser reconocido como un semejante  en una institución extranjera, y cuando unos cuantos vendedores empezaron a dirigirse a mi por mi nombre (o como “el californiano”), estaba listo para cancelar mi vuelo de vuelta a casa al final del semestre. En el momento que me pidieron hacer una presentación en Español sobre un aspecto importante de la cultura de Barcelona para el final de mi curso de conversación, pasé 30 minutos explicando el plano del mercado a mis compañeros de clase, dándoles consejos sobre dónde encontrar los más baratos y rechonchos aguacates y quien corta el mejor jamón a mano.

Me gusta decir que aprendí a cocinar en la Boqueria—en parte porque suena cool, pero sobretodo porque es tan cierto como que el cielo es azul. Llegué a España como un cocinero novato con una creciente pasión por la comida pero sin tener idea de como manejar productos frescos. La hermosa realidad de un gran mercado es que te obliga a cocinar, el producto y la proteína son tan vívidas y fascinantes que se infieren dentro de tus planes de comida. A través de pura ósmosis encuentras tu universo expandiéndose.Tu universo se expande por pura ósmosis. Aprendí que transmiten los animales muertos antes de ser cortados. Aprendí que hay todo un mundo de setas a parte de los champiñones. Aprendí que hay más tipos de pescados que el salmón y el atún.

“Aprendí que en el mar hay mas variedades de pescado que atún y salmon.”

¿Y de quien mejor aprender a cocinar nuevos ingredientes que de la gente que los manipula cada dia? Llorenç Petràs, el malhumorado rey de las setas en Cataluña, que a mala gana me dió algunos consejos sobre qué setas deben secarse o cuales requieren alta temperatura y cuales requieren cocción lenta o rápida. O la mujer mayor del  puesto de frutos secos que me enseñó en un mortero a  moler almendras y perejil para conseguir una densa picada y así espesar los  estofados. O las pescaderas con su destreza con los cuchillos, que me insistían en cocinar pescados más pequeños, baratos, y con más grasa. Tan profundas fueron  las lecciones que antes de volver a Estados Unidos al final de mi semestre, extendí mi estancia y me matricule en el País Vasco en unas clases de cocina durante el verano.

Cuando volví a Barcelona en 2010—esta vez para quedarme—había cocinando en media docena de restaurantes, tiempo duro y suficiente para saber que no quería ser un chef, pero que quería una vida ligada al mundo culinario. La Boqueria fue mi primera parada. Finalmente tenía suficiente dinero para hacer lo que no había hecho nunca antes-comer en el mercado-me senté en un taburete en El Quim de la Boqueria y pedí el tipo de desayuno que te hace cruzar océanos (solo por comerlo): huevos fritos con chipirones, salteado de setas salvajes con un poco de Jerez, una botella de cava. Mientras una tormenta de final de verano dejaba la ciudad empapada, me senté en mi taburete, saciado, achispado, con una pequeña sonrisa manchada en mi cara. Feliz.

Clientes satisfechos de El Quim de la Boqueria, el bar emblemático del centro del mercado.

Me quedé en Barcelona por una chica, ahora mi mujer, pero también me quedé por la Boqueria. Quería ser parte de una sociedad capaz de crear un mercado tan potente y poético.

Por esa razón que todos los primeros seis lugares donde viví en mi primer turbulento año en la ciudad fueron a unas pocas calles del mercado. Y es una de las razones principales por las que que aún vivo en el centro de la ciudad, diez minutos andando a su entrada de metal barroca.

Pero el mercado, como la misma ciudad, había cambiado en los últimos ocho años. Más caras extranjeras, menos Catalanes. Más quemados al sol y chanclas, menos mujeres mayores y carritos de la compra. Los primeros signos de comida para llevar—jamón y queso ya cortado, bocadillos—habían empezado a salir aquí y allí en del mercado. Los vendedores parecen menos joviales, menos pacientes. Los primeros carteles de “Fotos No!” te devolvían la mirada detrás de los cristales de los puestos del mercado.

Estas eran solo las primeras señales de una transformación radical que está tomando forma en estos últimos diez años, una transformación que ha dividido la Boqueria en dos mercados: la de los locales, la mayoría clientes mayores como la Sra. de Pablo que llevan demasiado tiempo viniendo como para dejarlo; y uno para los turistas, que buscan echar unas cuantas fotos, dejar unos pocos euros en manos de quien esté ofreciendo calorías rápidas, y seguir su camino. ¿Adivina cual de los dos mercados está ganando?

Hoy en día, solo conozco a unos pocos—la mayoría chefs—que aún compran en la Boqueria. Para el resto, es demasiada molestia. Demasiados codos y palos de selfie. “¿La gente aún compra ahí?” es una de las respuestas más comunes que obtengo de los locales cuando les digo donde compro mi comida.

En cambio, compran en los mercados de los otros barrios alejados del centro de la ciudad, y cada vez más los grandes supermercados que han brotado por todas partes, amenazando la tradición española puesta a prueba por el tiempo de comprar tu queso de la tienda de quesos, tu carne de la carnicería y tu pan de la panadería.

Pero soy tozudo. Aún compro en la Boqueria tres veces por semana. La mayor parte de calorias que consumo en España viene de sus proveedores. A través de los años he aprendido como manejar el mercado, cómo hacer crujir sus huesos como un quiropráctico para sacarle el máximo partido. Se que la porchetta llega los martes a las 11 de la mañana a la parada Aroma Ibèric, aún caliente del horno de leña. Se que las mujeres en Avinova pueden encontrarme un pavo de siete kilos solo con dos días de aviso a finales de Noviembre (aunque signifique quitarle un par de plumas antes de asarlo). Se que llegar después de las diez de la mañana cualquier día de la semana es una receta del dolor y frustración.

Lo hago porque darse por vencido en la Boqueria es darse por vencido en la ciudad misma.

Lo hago porque hasta con una mano atada a su espalda, la Boqueria es aún el mejor mercado que haya comprado nunca, un lugar donde un cerdo de bellota tiene tanta grasa que parece una tormenta de nieve, donde los guisantes de lagrima saben como caviar, donde las alcachofas baby y los gigantes  camarones rojos, pescados a pocos kilómetros, anidan al lado de las trufas del Piamonte y la ternera Japonesa.

Pero no voy allí solo por la calidad. Voy allí por la energía del ambiente, por el buffet sensorial, por la gente que sigue haciendo lo ha que ha hecho toda la vida,  a pesar de los tremendos vaivenes que experimenta el mundo a su alrededor. Hay algo en mi que se siente atado a este mercado, su fuerza vital está inextricablemente ligada a la parte vieja de la ciudad y mi pequeña parte de ella.

Lo hago por la misma razón por la que aún vivo en el Barrio Gótico, en el ojo del huracán turístico: porque aquí es donde la belleza de Barcelona alcanza su mayor expresión, la ciudad expuesta de la manera más concentrada y cautivadora.  Donde las calles son pequeñas, los edificios son piezas de arte, la historia es tan densa que llena enciclopedias. Y donde la vida del mercado es alocada y majestuosa a partes iguales.

Lo hago porque darse por vencido en la Boqueria es darse por vencido en la ciudad misma.

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Aroma Ibérico, experto en el mundo de cerdo.

Josep Maria Sendra no empezó en la Boqueria. Creció dedicado a otro mercado distinto, a Sant Antoni a poco más de un kilómetro del norte de la Boqueria, justo en el borde exterior de Ciutat Vella, donde su padre empezó vendiendo embutidos en 1960. Él y sus cuatro hermanos crecieron trabajando en la parada, pero uno tras otro se fueron marchando hasta que solo quedó Josep para llevar el negocio familiar.

Después de heredar el negocio, Josep Maria decidió cumplir uno de sus sueños: trasladar su parada a la Boqueria. “Vine aquí por una simple razón: porque me enamoré de la Boqueria. Me encantaba la energía del mercado, los increíbles vendedores trabajando por todas partes. Me dije a mi mismo, “Quiero vender jamón aquí”. En 2002, abrió Aroma Ibéric en la ala oeste del mercado, en la parada 183. Trabajó en un espacio pequeño, pero estaba orgulloso de vender el mejor jamón curado y quesos del mercado, y fue recompensado con clientes constantes y leales.

Por aquel entonces, la gente aun venia de todas partes de Barcelona y de las afueras de la ciudad a comprar a la Boqueria. “De la familia más humilde a Ferran Adrià, todo el mundo venía a la Boqueria.” Dado el tamaño y alcance del mercado, la Boqueria era una destinación de compra que valía la pena.

De Sarrià y Gracia y Mataró venían—en coche y tren, bus y bicicleta. Venían para las ofertas, que abundaban por aquel entonces cuando había más competencia entre los proveedores, y por la calidad, incomparable a cualquiera de la ciudad, pero también venían por la increíble variedad de productos a la venta. Si querías jalapeños de Méjico o lychee de Tailandia o la misma gamba roja servida en El Bulli, solo había un sitio donde conseguirlo. “Esa era la realidad”, dice Josep Maria, “ si no estaba disponible en la Boqueria, no existía”.

Josep Maria hizo un buen negocio en la Boqueria, y cuando la parada al lado se quedó disponible, tomo el contrato, y dobló el espacio de su negocio, añadiendo una buena selección de los mejores quesos de España y una gran variedad de jamón curado. El negocio continuó creciendo sin parar, pero a principios de 2010, la imagen de las paradas alrededor suyo empezaron a cambiar a medida que el turismo empezó a ser la mayor parte del tráfico en el mercado. “Cuando empecé hace 16 años, era un 80 por ciento de autóctonos comprando en el mercado. Hoy, como mucho, es 50-50”.

Cuando empecé hace 16 años, era un 80 por ciento de autóctonos comprando en el mercado. Hoy, como mucho, es 50-50.

No hizo falta un hombre del tiempo para saber hacia dónde soplaba el viento en la boqueria. Muchos de los vendedores más viejos empezaron a vender sus licencias y se retiraron; otros empezaron a transformar sus paradas, cambiando los productos crudos por la comida para llevar. De repente, Josep Maria encontró su pequeño rincón del mercado dominado por batidos de frutas, paradas de falafels, puestos de crepes. …. Una década y media después de instalarse en la Boqueria, ya no reconoce la Boqueria de la que una vez se enamoró.

Durante estos años, Josep Maria ha hecho unas cuantas concesiones a la clientela cambiante, ofreciendo una variedad más grande de jamón y queso empacado al vacío, incluyendo una variedad de paquetes de ibèricos. Pero no encontrarás jamón cortado en un cono o chorizo como un pincho o cualquier otra novedad creada con carne.

“Es una farsa lo que hay ahí fuera. Pondrán ‘Producto Tradicional de Cataluña’ en paquetes de fuet con hierbas, cosas que nunca hemos comido aquí. El turismo no debería cambiar la manera en la que preparamos nuestros productos tradicionales”.

Si solo esta locura se quedara en los fuet con hierbas. En el Boket, el mayor vendedor de carne roja de la Boqueria, una gran porción de la parada está dedicada a vender mini hamburguesas, empanadas de ternera, burritos-cualquier subproducto que pueda  inventarse con la ternera. Dos paradas más allá, Puerto Latino ofrece lo que debe ser lo más indignante en toda la Boqueria: “chicken nuggets”, calzones, costillas con salsa barbacoa. Como muchos otros vendedores hoy en día, los dueños tienen una cocina para preparar la comida fuera de la Boqueria, y cada pocas semanas, un nuevo (“Frankenfood”) horror de comida preparada se une a la lista de paradas con comida alta en calorías—perritos calientes recubiertos en una armadura de patatas fritas de bolsa trituradas, por ejemplo, o conos de falafel rellenos de patatas fritas. Los turistas se amontonan en los puestos más llamativos-adornados con frases como “Organic Orgasmic”—y pagan unos cuantos euros por platos de nachos y guacamole y botellas de cerveza fría.

Mientras tanto, Josep Maria continua cortando su jamón a mano. Entiende que sus compañeros tienen que ganarse la vida, pero cree firmemente que hay otras maneras de adaptarse al territorio sin ceder por completo a las limitadas demandas de los grupos de cruceristas. Sobre todo, el cree que la degradación del mercado podría evitarse con más previsión y ejecución del gobierno local.

“En España, tenemos un problema de no aprender de nuestros errores. Mira qué pasó en el 1988 cuando el turismo masivo destruyó la costa de Valencia. No hemos cambiado. Ahora lo mismo le está pasando a Barcelona.” Como muchos Catalanes, Josep Maria tenia muchas esperanzas cuando Ada Colau fue elegida alcaldesa en 2015, entrando en el ayuntamiento con una plataforma basada sobre todo en la idea de frenar el negativo impacto que el turismo masivo ha traído a la comunidad. Pero después de tres años esperando algún cambio significativo, dice que se ha perdido la fe con la administración de Colau. “Tenía la esperanza de que las cosas iban a cambiar, pero me he decepcionado mucho”.

Para Josep Maria, la Boqueria es más que un mercado. “Es un reflejo de la ciudad en sí misma,” dice mientras maneja su afilada hoja a lo largo de un el hueso de un jamón de pata negra. “El espacio público se ha vendido al mundo exterior. Estamos perdiendo las partes más importantes de la ciudad.” El cree que unas cuantas propuestas podrían ayudar a hacer volver el balance en el mercado. “¿Porque no hacer una regulación que solo deje un 30 o 40 por ciento del negocio de la parada dedicado a la comida para llevar? Hubiera sido una medida muy simple de implementar pero no lo han hecho. No han hecho nada”.

Cuando menciono la ley implantada en 2015 prohibiendo grupos de turistas mayores de 15 personas en los fines de semana, se ríe. “¿Cómo regulas un mercado sin puertas? Ocho entran por un lado. siete por otro”.

Si la Boqueria va a detener la marea de turismo que amenaza con minar su propia esencia, se necesitaría una fuerza de comerciantes con ideas afines para organizar y ejercer presión-sin restringir de manera radical a los vendedores que se ganan la vida con este tipo de productos, pero manteniendo a los turistas bebedores de cerveza y comedores de pizza acorralados. Esto es España, después de todo, un país con una profunda creencia en el poder colectivo, donde las manifestaciones son el deporte nacional. Durante unos años, Josep Maria creyó que ésta podría ser una  solución viable para el problema, pero en los últimos tiempos su tono ha cambiado abandonando la esperanza y sumiéndose en la derrota.

“Ellos son demasiados y nosotros muy pocos. Cada día somos menos”.

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Puerto Latino ofrece lo que tiene que ser la selección de comida takeaway mas ecléctica de la Boqueria: nuggets de pollo, calzones, costillas cubiertas en salsa barbacoa.

La narrativa popular es que en Barcelona el ascenso a los niveles tan altos de turismo empezó en el verano de las Olimpiadas de 1992, un emocionante cóctel de deportes, sol y suaves vibraciones mediterráneas que atrajeron a la ciudad a millones  de espectadores. Pero el verdadero trayecto hacia la fama internacional empezó el 20 de Noviembre de 1975, el día que el Generalísimo Francisco Franco sucumbió a un fallo cardíaco congestivo.

La mayor parte del siglo XX, Cataluña ha soportado una larga secuencia de tragedias: violencia sectaria, guerra civil, anarquismo, pobreza, fascismo. Durante los 36 años de dictadura, la región vió su autonomía e identidad extinguida bajo la bota de Franco y su sofocante ejecución de la cultura catalana. Cuando finalmente falleció y España resurgió como una nación democrática, los catalanes se regocijaron. Abrazaron la vida post-franquista con el vigor de un adolescente castigado, finalmente liberado de su dormitorio. ¿Y qué mejor lugar para celebrar?

Barcelona es un destino con igualdad de oportunidades, tan atractivo para un grupo de británicos en una despedida de soltero como para un autobús de japoneses de edad avanzada adentrándose en un paraíso de Gaudí.

¿Como no te va a gustar Barcelona? Las callejuelas de piedra de la Ciutat Vella, donde en cada esquina aguarda otra sorpresa oculta: una farola diseñada por Gaudí, un mosaico de Mirò, una pequeña plaza con una enorme historia; los bloques hexagonales del Eixample, salpicados de edificios de apartamentos modernistas y un grupo de estrellas Michelin; una ciudad circunscrita por montañas verdes y ondulantes, arenas suaves y doradas, bañada por la amplitud azul verdosa del Mediterráneo, con el clima inquebrantable para disfrutarla todo el año. Es un destino con igualdad de oportunidades, tan atractivo para un grupo de británicos en una despedida de soltero como para un autobús de japoneses de edad avanzada adentrándose en un paraíso de Gaudí.

Por supuesto, el secreto se reveló (y sí, los Juegos Olímpicos ayudaron a difundir la noticia) y, por supuesto, la gente llegó: en trenes, aviones y mega cruceros. Llegaron en olas tan masivas que en 2017, Barcelona se convirtió en la tercera ciudad más visitada de Europa.

¿Has estado en Barcelona últimamente? ¿Has sentido toda la fuerza de su popularidad bombeando a través de sus estrechas callejuelas? ¿Te has parado a hacer cola en la Sagrada Familia a las 11 de la mañana un martes? ¿Has buscado un trozo de arena en la Barceloneta una tarde de domingo en julio? ¿Caminaste por la Rambla a cualquier hora, cualquier día, cualquier época del año? Si es así, has sentido el impacto de la precipitada popularidad en una ciudad del tamaño de Barcelona, ​​con solo el 6 por ciento de territorio de Londres y menos de la mitad de la población de Berlín.

El boom del turismo trajo miles de millones de euros a la economía local, pero también provocó una transformación dramática del centro de la ciudad: hoteles y hostales, bares de zumos y tiendas de alquiler de bicicletas, clubes de marihuana y bares de mojitos, todo esto ha deteriorado los servicios que satisfacían a una comunidad de ciudadanos, en lugar de una oleada tras otra de clientes que vienen una sola vez. Cuando una ordenanza de hace 50 años que protegía el negocio más histórico de Ciutat Vella finalmente expiró en 2014, los alquileres se dispararon de la noche a la mañana: de 2.000 a 200.000 euros en algunos casos. Los grandes comercios como Desigual y Adidas aprovecharon la oportunidad para instalar tiendas emblemáticas en uno de los centros urbanos más atractivos del mundo, desplazando a las docenas de tiendas familiares de juguetes, tiendas de dulces y antiguas galerías que hicieron que las propiedades fueran tan valiosa en primer lugar.

Todo esto es suficiente para que los ciudadanos se pregunten si Barcelona todavía les pertenece. Durante los últimos años, el turismo se ha clasificado como la preocupación número uno de los residentes de Barcelona. Cada pocos meses, esa preocupación creciente se desata, provocando protestas, huelgas de trabajadores y movimientos políticos. El ascenso de Ada Colau a la alcaldía de Barcelona se basó en gran medida en sus promesas de enfrentarse a la bestia de múltiples cabezas, pero su futuro político está en duda después de no poder detener la marea de transformación que se adueña del centro de la ciudad.

Los periódicos están a rebosar de los temas del día: ¡Alquileres por la nubes! ¡Los robos alcanzan su récord! ¡Ciudadanos protestan por las nuevas aperturas de hoteles! Habla con las personas que viven en el corazón de Barcelona y te dirán que no se sienten ciudadanos sino actores de reparto no remunerados en la tragicomedia en que se ha convertido la propia ciudad. Estos no son problemas exclusivos de Barcelona: en un mundo cada vez más accesible, ciudades como Venecia, Praga y Kioto se enfrentan a crisis de identidad. ¿Cómo se abren al mundo estos lugares extraordinarios sin perder su alma? ¿Y qué papel juega el gobierno en la protección del ADN de una ciudad?

Las pescaderías, el corazón de la Boqueria.

La creación de una gran ciudad, como la creación de una gran institución cívica, es ciencia y arte en partes iguales. La ciencia pertenece a los urbanistas y políticos que definen las reglas y los códigos; el arte proviene de los ciudadanos, que llenan el lienzo urbano con un millón de pinceladas diminutas. Tanto Barcelona como la Boquería han llegado a donde están hoy porque ambos lados de esta ecuación han realizado su parte con esa especial combinación catalana de pragmatismo e innovación, pero ahora se enfrentan  a una nueva fuerza que nadie realmente entiende.

Barcelona y la Boquería: dos instituciones que han sido víctimas de su propia belleza. Está claro para cualquiera que preste atención que, sin intervención, perderán a las personas y los lugares que los hicieron tan hermosos para empezar. Resulta evidente para cualquiera que preste atención que sin algún tipo de intervención se pueden malograr  los lugares y las personas que contribuyeron a embellecer la ciudad.

En el centro de este gran problema está Agustí Colom, el concejal de Turismo, Comercio y Mercados, un cargo que parece casi surrealista por su amplio alcance. Colom tiene mucha tela que cortar estos días. Mientras él y su equipo trabajan para equilibrar el empuje y el tirón de una exorbitante economía turística, habla con la rapidez y la eficiencia de alguien que ya llega tarde a la próxima reunión. La Boquería se encuentra en el núcleo físico y emocional de la tarea de Colom.

“La Boquería es un mercado especial”, dice Colom. “Uno de los principales desafíos es evitar que el turismo afecte a los clientes habituales, para evitar que la Boquería se convierta en un parque temático”.

Colom analiza una serie de medidas que están explorando para proteger el mercado, como limitar el porcentaje de ventas de alimentos para llevar de un puesto determinado. Me comenta que la Boquería ha estado bajo el asedio del turismo durante casi una década, y que muchos de los vendedores creen que la ciudad perdió su oportunidad de controlar efectivamente el caos. “Me doy cuenta de que la situación es más complicada ahora que si hubiéramos actuado antes, pero estamos obligados  al menos a intentarlo. Hubiera sido mejor implementar medidas preventivas, pero no es demasiado tarde”.

Colom habla mucho sobre la capacidad de un mercado para adaptarse, tanto a la demografía cambiante del barrio que ocupa, como a la demanda que mantiene a sus proveedores solventes. Si un producto no puede venderse, reemplázalo con uno que sí lo haga y continua. Sin embargo resulta complicado entender el plan estratégico oficial del gobierno, el mismo que se desarrolla en la página web de los mercados municipales, que estipula que los mercados municipales de Barcelona son más que solo centros comerciales, son “una fuente de difusión del Patrimonio Gastronómico catalán”.

Cuando le pregunto a Colom si las pizzas, crepes y perritos calientes con chips trituradas, son componentes de la cultura gastronómica catalana, él reconoce que algunos de los alimentos que se ofrecen en la Boqueria no son los ideales. Una cosa sería si Barcelona tuviera una tradición de comida callejera que pudiera aprovechar para atraer al cliente transitorio, pero la idea de caminar y comer es un anatema para el español medio.

Si es difícil controlar la vida dentro del mercado, regular el papel del mercado en el entorno que lo rodea es aún más difícil. “Los mercados son un punto de referencia para la vida de los barrios de Barcelona”, dice el manifiesto oficial del mercado, “y brindan una experiencia no solo de compra, sino también de convivencia con los ciudadanos”.

Pocas ciudades en el mundo dependen más de la vida de mercado que Barcelona. Colom y su oficina administran una red de más de 40 mercados municipales que abastecen las cocinas de la capital catalana. En total, generan 62 millones de visitas y más de un billón de dólares en ventas anuales. Estos no son mercados semanales de agricultores o conceptos modernos que han surgido durante la marea creciente del foodie-ismo, sino instituciones bien consolidadas que han anclado los vecindarios durante siglos. Deben su lugar prominente en la vida de Barcelona no solo por la actividad de cocineros dedicados, sino a años de planificación efectiva y mantenimiento consistente, incluyendo más de $150 millones en renovaciones recientes en muchos de los mercados más emblemáticos de la ciudad, incluida la Boquería.

Burritos! Nachos! Pollo frito!

A su vez, estos mercados dan más que el pan de cada día; Dan vida, cultura, refugio y carácter a un barrio. De ellos brotan gran parte del ADN de un barrio, de sus ritmos diarios y de su memoria colectiva. Se han convertido en espejos de sus barrios, y los barrios de ellos: el Mercat de Barceloneta, con su colección salada de pescaderías y olores del Mediterráneo; La Concepció, situado en el corazón del Eixample Dreta, se eleva y se asemeja al barrio que lo alberga; las ruinas y el techo de arco iris de Santa Caterina, es un vivo y ecléctico reflejo de las boutiques y galerías así como de la profunda historia del barrio del Born que lo rodea.

Una vez llamaron a Sant Antoni la Boquería de los pobres, pero después de una renovación de dos décadas que ha dado una mezcla de arquitectura modernista y puestos de comida curada con arte, el apelativo ha alcanzado su fecha de caducidad. El renacimiento de Sant Antoni es a la vez un síntoma y una consecuencia del auge del vecindario circundante, ya que ahora es una de las zonas más codiciadas de Barcelona.

Pero la Boquería siempre ha sido diferente, dice Oscar Ubide, quien como director gerente del mercado estrella de Barcelona ha representado a los vendedores allí durante más de 15 años. (Breve descripción de su trabajo: mantener a la gente comprando en la Boqueria. Descripción larga: equilibrar las millones de fuerzas ejercidas en el mercado: los turistas, la economía, los tiempos cambiantes, y encontrar una manera de mantener a todos contentos y ganar dinero). La Boquería nunca fue un mercado vecinal ”, dice. “Siempre fue algo más grande”. No es un mercado de barrio, sino un mercado de la ciudad; su desafío no es sólo reflejar la compleja dinámica de la Ciutat Vella donde se encuentra, atrapada entre el Barrio Gótico y el Raval, sino también evocar el alma de una hermosa y complicada ciudad. De esa manera, la Boquería desempeña el papel del microcosmos de manera convincente: una colección cacofónica y cosmopolita de lo antiguo y lo nuevo que se siente a punto de perder lo que lo hace tan increible para empezar.

Desde su oficina, ubicada dos pisos por encima de la Boqueria, Ubide controla los ritmos diarios del mercado. Más de 55,000 personas pasan por la Boquería cada día, lo que representa una asombrosa expansión de culturas, idiomas y expectativas-y desafíos para Ubide y su equipo.

Ubide es un pragmático, por naturaleza y por necesidad. Hazle una pregunta sobre la dirección de la Boquería y él responderá con una pregunta propia: ¿Qué vas a cenar esta noche? La mayoría de la gente hoy en día no puede responder a esa pregunta, dice. Su punto de vista  es que la gente no compra como solía hacerlo: si no sabe qué va a comer esta noche, probablemente no esté comprando en un mercado tradicional. Quiere que la gente adapte sus visiones románticas de la cultura del mercado a la realidad menos sexy de la vida urbana moderna, donde la conveniencia triunfa sobre la tradición.

“Cuando era pequeño, mi madre sabría lo que íbamos a comer todos los días de la semana. Lunes: lentejas. Martes: estofado…. Ella iba al mercado dos veces a la semana y compraba todos sus ingredientes para las próximas comidas. Pero eso ya no es lo que hace la gente”. Los hábitos alimentarios contemporáneos, dice Ubide, son tan culpables de la transformación de la Boquería como el turismo.

Habla como un hombre acostumbrado a recibir críticas y quejas. Las escucha de todas las partes (los vecinos, la ciudad, los propios comerciantes) sobre todos los temas (la composición del mercado, la multitud, la crisis económica). Una buena parte de su trabajo es disuadir metódicamente a las personas de lo que él cree que son malentendidos sobre la Boqueria.

Entonces qué es lo que prefieren los Barceloneses: ¿Un mercado tradicional que apenas sobrevive, o atractivo para los turistas  pero que los locales ignoran?

“Mucha gente dice que ya no vienen al mercado porque hay demasiada gente. Tengo fotos de hace 100 años, y la Boqueria estaba mucho más llena-todas las mujeres con sus carritos de compras. Recuerdo yendo con mi madre cuando era joven y te esperabas en una fila detrás de otras 15 mujeres y pasabas 30 minutos en un puesto. Puedes ir ahora a cualquier puesto en el mercado y puedes comprar sin esperar”.

Y tiene razón, es exactamente lo que hago unas cuantas veces a la semana y, si lo programas correctamente, puedes acabar una lista completa de compras en 30 minutos y escapar con los mismos ingredientes que se utilizan en los restaurantes con estrellas Michelin de la ciudad. Todavía puedes encontrar puestos que venden únicamente hongos, nada más que huevos, o solo casquería. Lo que plantea la pregunta: si aún existen grandes paradas, y las colas son más cortas que nunca, ¿qué impide que vengan los residentes? Tal vez sea algo más efímero que las multitudes, una sensación general de que el mercado ha pasado su mejor momento. No vale la pena, dicen, no vale la pena el esfuerzo. Los locales prefieren esperar en cola con los locales en lugar de esquivar a los turistas que toman selfies y beben batidos. Las visitas a mercados siempre han sido un incordio, pero el tipo de incordio en que se ha convertido la Boqueria no es uno que la mayoría de los catalanes pueda soportar.

Esto es lo que frustra más a Ubide: los barceloneses que exigen que la Boquería mantenga su carácter tradicional, pero que no compran allí. “Si no estás comprando aquí, ¿a quién mantenemos entonces?”

Ubide mantiene la postura de un capitalista, gobernado por la creencia en la capacidad del mercado para autorregularse. Si un producto ya no se vende, entonces no tiene un lugar en la Boqueria. “Por supuesto, preferiríamos un mercado que vendiese todos los productos frescos, todos lo prefieren. Pero no es realista. La oferta debe coincidir con la demanda”. Él estima que si se mantuviera firme en un concepto de mercado tradicional, tendría que cerrar 160 puestos en la Boqueria mañana para que funcione.

Entonces qué es lo que prefieren los Barceloneses: ¿Un mercado tradicional que apenas sobrevive, o atractivo para los turistas  pero que los locales ignoran?

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Juanito de Pinotxo, la cara más emblemática de la Boqueria.

“Hay dos Boquerias”, me comenta Pau Arenós, crítico de cocina de El Periódico desde hace años, entre bocados. “El mercado para nosotros y el mercado para ellos”.

Es un análisis que he escuchado mucho durante los años que he estado viniendo aquí, pero significa mucho viniendo de Pau, uno de los mejores escritores de comida de España y un diestro cocinero que ha estado comprando aquí desde que tenía 20 años. La belleza de la Boquería como cocinero era venir aquí para deambular e inspirarse. Ya no puedes hacer eso”.

Al final de su tenedor hay un pedazo de historia—un trozo gelatinoso de pie de vaca estofado, parte del mítico cap i pota de Pinotxo, el estofado de “cabeza y pie” servido en el bar más famoso de la Boqueria. Pinotxo es uno de los pocos lugares donde los dos mercados coexisten, donde el largo y concurrido bar conecta como un puente entre dos mundos distantes. Al final de la barra, Juanito, el rostro sonriente de la Boqueria, saluda a los clientes tal como lo ha estado haciendo durante más de 60 años. A nuestra izquierda, una familia de coreanos toma café con leche y come tortilla; a nuestra derecha, un obrero catalán toma el último bocado de su carne de res estofada con la punta de una baguette acompañado  con una copa de vino tinto.

La poca gente que todavía lo hace bien, como lo hace Pintxo, dice Pau, “lo hacen por un sentido de orgullo y responsabilidad que se transmite de generación en generación. Es una herencia, pero el concepto de negocio familiar ha sido reemplazado por inversionistas que buscan capitalizar el gran momento de Barcelona.

“Todo es parte de una Disneyificación de la ciudad. Estamos todos en un escenario. Y especialmente en la Boqueria, no sabes qué es real y qué es falso”.

Pie de vaca estofado: real; batido de coco, lichi y arándano: no tanto.

Nadie recuerda quién fue el primero en vender batidos en la Boquería. O, si lo recuerdan, nadie parece ansioso por reconocerlo.

Un ejército cada vez mayor de vasos de plástico que pintan el mercado como un remolino psicodélico de naranja y verde, rosa y púrpura.

La idea, sin duda, surgió de darse cuenta de una cosa muy simple: los turistas no compran verduras. No compran pescado o chuletas de cerdo, caracoles o setas. Segurisimo que no compran rape o moluscos, pollo o garbanzos o achicoria. Necesitan algo que puedan sostener en sus manos, consumir en el momento antes de pasar a la Sagrada Familia o a las orillas de la Barceloneta. Sin duda, los viajeros inteligentes saben que un mercado es el lugar perfecto para crear un picnic de productos locales y un lugar ideal para encontrar regalos para amigos y familiares, pero la mayoría de los visitantes no piensan más allá de su próximo bocado. Para ellos, los batidos les proporcionaron una forma sencilla de conectarse a la Boquería.

Hoy en día, gran parte de la Boquería funciona con frutas licuadas. Un ejército cada vez mayor de vasos de plástico que pintan el mercado como un remolino psicodélico de naranja y verde, rosa y púrpura. En Sprimfruit, cerca de la entrada principal del mercado, venden tantos batidos que los pasan por tubos de plástico gigantes como una versión más saludable de la fábrica de Wonka. Algunos han apostado toda su granja a productos pulverizados; otros han intentado seguir vendiendo manzanas frescas, plátanos y fresas junto con sus equivalentes fluidos, pero con rendimientos a la baja. He visto a lo largo de los años como la fruta misma es sometida por su subproducto.

Más que reemplazar gran parte del suministro de fruta fresca del mercado, los batidos desencadenaron una reacción en cadena en todo el mercado. Los vendedores, que ya padecían de una falta de clientela local, buscaron formas de transformar sus alimentos básicos sin procesar en ganancias procesadas. Al principio sucedió en pequeñas dosis: los puestos de charcutería vendían pinchos de jamón y chorizo, algunos puestos de pescado ofrecían ostras listas para ser absorbidas. Pero la economía es tal ahora que si no tienes algo que ofrecer al turista, tus días en la Boquería probablemente estén contados.

Batidos y zumos: las nuevas estrellas de la Boqueria.

Solo pregúntale a Inmaculada Jiménez Fernández, quien trabaja en Pesca Salada Pujamar,  Puesto 729 se encuentra en el borde de lo que yo llamo Takeaway Alley, el área del mercado más radicalmente transformada por el turismo en la última década. Como mercado mediterráneo clásico, la Boquería ha sido organizada desde hace tiempo para tener el pescado fresco en su centro—con paradas que forman un anillo alrededor de él vendiendo productos de mariscos—anchoas, mariscos enlatados, bacalao y salazones. Una vez, esta sección de la Boquería rebosaba de la generosidad del Mediterráneo y del campo catalán. Ahora, es un cuello de botella de calorías baratas dispensadas por puestos que en gran medida han dejado de intentar participar en la economía de mercado tradicional.

Cuando la familia de Inmaculada se hizo cargo de la parada 729 en 2009, se especializaron exclusivamente en pescado curado y salado: tablones de marfil rígidos de bacalao en varias etapas de desalinización; Filetes marrones de anchoas relucientes en sus tumbas de aceite de oliva; Montañas de mojama, losas rosadas de atún, salado y secado durante meses, el jamón del mar. Hicieron un buen negocio con los clientes catalanes que aprecian unas cuantas cargas adicionales de umami en su mesa.

“Esto era todo de locales hace nueve años”, dice Inmaculada, con las manos en las caderas, observando a la multitud arrastrando los pies. “Si veías  a un extranjero, era porque estaba perdido”.

Pero la demografía del mercado comenzó a cambiar no mucho después de que se hicieron cargo de la parada. Ella afirma que en gran parte se originó por  la crisis, la crisis económica que paralizó a todas las empresas en España durante casi una década. Según Inmaculada, los clientes locales no tenían ingresos disponibles para pagar productos de mercado de primera clase. Y cuando los rostros locales fueron reemplazados cada vez más por extranjeros, vieron su futuro en términos claros: evolucionar o morir.

¿Qué hace un vendedor con un exceso de bacalao en un mercado lleno de extranjeros que no pueden distinguir un filete de bacalao de una barra de jabón? Lo empapas, lo trituras, lo mezclas con harina y huevo, el ajo y el perejil, y lo fríes en bolas de golf doradas. Demostrando una vez más ese antiguo axioma español: cuando la vida te da bacalao, haces donuts.

Cuando la vida te da bacalao, haces donuts.

Hoy en día, aproximadamente el veinte por ciento del negocio de Pujamar se dedica a comida para llevar, no solo los bunyols de bacallà, sino la crujiente piel de bacalao, los anillos dorados de calamares y otros aperitivos fritos de marisco. En total, esta pequeña porción de la parada representa más del 80 por ciento de las ventas de Pujamar.

Para comprender el ritmo de la Boqueria en 2018, solo necesitas posicionarse en 729 durante unas horas y ver lo que se necesita para hacer negocio con el  bacalao. Inmaculada se coloca en el borde de la parada e intenta atraer activamente a cualquier aficionado al mercado que pase por delante de ella. No el brusco ¿Que quieres? o ¿que te pongo? de los gritones tradicionales del mercado, sino un gentil, ¿de dónde eres?, una pregunta que, cuando se entrega con dulce curiosidad, casi todos se sienten obligados a responder.

Y Inmaculada está preparada para cualquier respuesta. ¿Desde Roma? Ella cambia inmediatamente a italiano:
¡Perfetto! Oggi abbiamo polpette di bacallà. ¿Acabas de llegar de Moscú? оладьи из соленой трески. ¿Vienes desde Tokio? Ohayo gozaimasu!

Cambia el idioma cada pocas sílabas, pasando sin esfuerzo desde el Lejano Oriente a Europa central y América del Norte. En un lapso de treinta minutos el jueves por la mañana en octubre, presencié a Inmaculada hacer ventas en nueve idiomas distintos: ruso, portugués (que puede variar dependiendo de si sus clientes son de Oporto o Brasilia), alemán, polaco, griego, hebreo, mandarín, japonés, coreano e inglés.

En su trayectoria, ella ha aprendido mucho sobre el mundo, su comentario es un teletipo de noticias, de observaciones geopolíticas. “Los rusos solían venir aquí con las maletas que llenaban con nuestros productos, pero eso cambió después de que cayera el precio del petróleo hace unos años … Nunca se sabe qué va a conseguir con los clientes estadounidenses … Nunca trato de adivinar con los asiáticos. Aprendí de la manera más difícil que a los japoneses y chinos no les gusta que los confundan entre sí”.

Afirma que no tiene ninguna preferencia geográfica por sus clientes: los alemanes son tan propensos como los coreanos a caer en su hechizo, pero sí tiene algunos grupos en los que perdió la confianza: mochileros, por ejemplo, que solo quieren gastar unos pocos Euros en una baguette y un trozo de queso. Pero otros, también: “Los turistas de cruceros no son buenos. Vienen con un guía y pasan 15 minutos aquí. Además, han estado comiendo del buffet en el barco entonces nunca tienen hambre”.

La última venta de la mañana la hace en su catalán natal. El hombre-de unos cincuenta largos, chaqueta de cuero negro y barba de cuatro días- saca una tabla de bacalao que ha estado remojando en agua.

Immaculada envuelve el pescado, coje el dinero, y le desea al cliente un buen día.

“Esto me hace feliz.”

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Inmaculada, maestra en vender su producto en cualquier idioma, en la parada Pesca Salada Pujamar.

El mercado es un metrónomo. Sus ritmos y rituales, sus cadencias y calorías establecen el horario del día.

El mercado es una vara de medir. A través de la calidad de su oferta, el costo de sus contenidos, la fuerza de su gente, podemos mirar el mundo y encontrar nuestro lugar en él.

El mercado es un espejo. En su gente y sus productos, su economía y sus ecosistemas, vemos el reflejo de la ciudad misma. El mercado no es sólo un nexo de comercio, sino la apoteosis de nuestros valores.

Piensa: ¿Qué dice el mercado de Nishiki, con sus barriles de vegetales conservados por una eternidad en baños de sal y capas de miso, vendedores de la décima generación de exquisitos tés, sus tiendas de acero santoku aún cálido, acerca de Kioto?

Piensa: cómo entender mejor el moderno San Francisco que a través del Ferry Plaza Farmers Market: las tortillas nixtamalizadas, los melocotones a $4, el diluvio del café cultivado a la sombra, y los grupos de vagabundos y personas sin hogar?

Piensa: ¿la Ciudad de México sigue siendo la Ciudad de México sin que el Mercado de la Merced bombee sangre a sus órganos?

El mercado es un mapa. Cada pieza en su interior indica dónde hemos estado o hacia dónde vamos.

Mira alrededor de la Boqueria y encontrarás la línea de tiempo extendida a lo largo del suelo del mercado: piernas de cabritos, los manojos de puerros, las hamburguesas preparadas, el horno de pizza, la licuadora.

Tal vez esto no debería doler tanto. Después de todo, en el mundo moderno debes comprometerte. Aventúrate en cualquier dirección desde la Rambla y verás la evidencia en todas partes: hemos cambiado los zapatos de cuero hechos a mano por Nikes de neopreno, la antigua tienda familiar de golosinas por la decimoséptima heladería, comida por brunch.

A medida que la transformación cobra fuerza a tu alrededor, ¿te mantienes firme o intentas encontrar otro camino?

Todo lo que podemos hacer es tratar de sobrevivir.

Willy, el verdulero que me ha estado vendiendo patatas  Monalisa y cebollas de Figueres desde 2002: “Ahora es demasiado tarde. No hay vuelta atrás. Todo lo que podemos hacer es tratar de sobrevivir”.

Marco, el pescadero, raspando un kilo de sardinas: “Esto es lo que sé, pescado. No se sushi no conozco ostras”.

Gloria Ricardo, vendedora de Puerto Latino: “Se ha convertido en más que un mercado. Vendemos lo que la gente compra, esa es la única manera de sobrevivir. Les encantan las empanadas. Les encanta la cerveza”.

José, el carnicero de Soler Capella, proveedor de proteínas para los restaurantes de alta gama de la ciudad: “Por favor, dile al resto del mundo: todavía hay productos excelentes aquí, pero están desapareciendo. Nuestros clientes están desapareciendo”.

“He vivido cinco grandes cambios a lo largo de los años”, dice Laura Besora Cruz, que ha dirigido la parada de Balbina Ampurdanés desde 1984, “la crisis económica de 1990, el boom de los Juegos Olímpicos de 1992, las olas de inmigración Africana y Sudamericana de principios de 2000, la crisis económica de 2008, y ahora, el último gran cambio: el turismo “.

A través de cada ola, ella se adapta y sobrevive. Cuando llegaron inmigrantes africanos y latinos, ella agregó yuca, plátanos y aguacates a su lista de productos. Cuando llegó las crisis, recurrió a los frutos más duros que duraban más tiempo en la parada. Cuando llegaron los turistas, ella hizo como todos los demás y comenzó a introducir su fruta en las cuchillas de una licuadora.

“Nadie está aquí para comprar frutas y verduras frescas. Ponte en sus zapatos. ¿Qué harías si de repente tu producto o tu pollo dejarán de venderse? ¿Harías todo lo posible para sobrevivir? En lugar de plátanos ahora, vendo ensalada de frutas. En lugar de fresas, vendo batidos”.

Y, sin embargo, un 80 por ciento de su parada se dedica a productos frescos: mangos de las islas Canarias, los tomates Raf de Almería, alcachofas de El Prat.

“Sigo avanzando, esperando que algún día vuelva. Pero no creo que veamos el regreso de los locales. Los perdimos en los supermercados”.

Su historia familiar es larga en la Boquería. Su bisabuela comenzó a vender frutas y verduras en 1908. Su hermano opera el puesto justo al lado de ella. Pero ella ve el final en el horizonte. “No tengo hijos. Cuando termine, lo vendo”.

Paso una hora en la parada, observando el tránsito peatonal, esperando ver algunos signos de un futuro de frutas y verduras.

En un momento dado, cuando una multitud de turistas chinos comenzaron a sacar licuados de la cama de hielo, ella me lanzó una mirada: ¿Lo ves?

“Había una frase importante que solíamos decir por aquí hace años. Solíamos preguntarnos unos a otros, “¿Trabajaste bien hoy?” Y siempre decíamos que sí. “Cuando sale el sol, brilla sobre todos”.

Ella se detiene por un segundo para vender un batido. Guarda la moneda y se vuelve hacia mí.

“Ya no”.